domingo, 17 de diciembre de 2006

Inés María Martiatu - Escritora Afrocubana



Inés María Martiatu Terry, La Habana,1942.

e-mail: inesmartiatu@cubarte.cult.cu

inesmartiatu42@gmail.com

Investigadora teatral, Narradora y Escritora. Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana, realizó estudios de Música, Etnología y Teatro. Ha participado en eventos e impartido conferencias tanto en Cuba como en el extranjero.
Sus trabajos han aparecido en publicaciones especializadas, antologías y en Enciclopedias, en países como Canadá, Estados Unidos, México, Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Guadalupe, Reino Unido, España, Alemania e Italia.
Ha publicado, entre otros, "El Caribe, teatro sagrado, teatro de dioses", (monográfico) en El Público, Madrid,1992; "Teatro de Eugenio Hernández", Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989; "El rito como representación"(Ensayos), Ediciones UNION, La Habana 2000; "Algo bueno e interesante" (cuento), Editorial Letras Cubanas, La Habana,1993, "Una pasión compartida: María Antonia", (colección de Ensayos) Editorial Letras Cubanas,2004.
En 1984 obtuvo el Premio de Crítica de la Revista Tablas; en 1990 el Premio de Cuento "De tema femenino" otorgado por el Colegio de México y la Casa de las Américas.
En el 2002 la Beca Razón de Ser, instituida por la Fundación “Alejo Carpentier” para la investigación y la creación literarias.
Recibió la Distinción por la Cultura Nacional, que otorgan el Ministerio de Cultura y el Consejo de Estado.



"El Rito como representación" - Teatro Ritual Caribeño

Autor
Inés María Martiatu

Reseña
"El Rito como representación": Este Libro recoge un conjunto de trabajos en los que su autora profundiza en las raíces y desarrollo posterior del teatro ritual caribeño, el cual está vinculado a la cultura popular tradicional. Inés María Martiatu es una reconocida investigadora teatral y ha recibido el premio de crítica de la revista Tablas en 1984.

Estas puestas en Escena se engarzan a los sistemas mágico-religiosos de honda raíz africana (Santería, Palo Monte, Vodú, Espiritismo), a las Fiestas populares como el Carnaval, los títeres y al poco conocido trabajo de experimentación con las técnicas de actuación de los posesos. Obras como "María Antonia" de Eugenio Hernández Espinosa, "Baroko", del Cabildo Teatral Santiago, "Chago de Guisa y Ruandi", de Gerardo Fulleda León, entre otras, son exponentes de un Teatro y una danza ricos en elementos de la cultura popular caribeña.


Otros Títulos publicados: "Wanilere Teatro" (fragmento)

"Teatro de dioses y hombres" (Prólogo)

Wa-ni-ilé-ere quiere decir en yorubá “tomar parte en las convulsiones de la casa de las imágenes”, según Fernando Ortiz (Ortiz, 1981) Es la casa en la que se realiza la representación. Sinónimo de güemilere , también wanilere o wemilere.. Esta es la fiesta ritual de la Santería, la más grande de todas y la única que tiene carácter público e incluye la danza. Esta fiesta ritual tiene un marcado carácter teatral por lo cual hemos escogido ese nombre para nuestra antología. El wemilere tiene su propia estructura dramática que está regida por el Oru de Eyá Aranla. Un oru es una especie de suite de música yorubá. El wemilere es una representación, una fiesta eminentemente teatral, incluye la poesía, la danza, el canto, la pantomima, la acrobacia, la actuación, el vestuario, en fin todos los componentes de lo que sería una puesta en escena. Teatro sagrado por su función religiosa de comunicación entre orichas y hombres, teatro total. Pero el título de esta antología, Wamilere, aunque se refiere a la ya citada fiesta ritual de la Santería se ofrece aquí en su carácter simbólico expresando todo lo mitológico y ritual que se aprecia en nuestra cultura, no sólo la tradición yorubá, sino la bantú, la Abakuá, el Vodú, las del espiritismo y otros misterios. Toda esa amalgama de creencias y tradiciones que se cuecen sin cesar en el “ajiaco”, en esa transculturación inacabable que nos define.
Las fuentes orales son las principales que han nutrido la dramaturgia surgida de las tradiciones de origen africano que forman parte de nuestra cultura. La oralidad ha sido una condición fundamental en la trasmisión de la mayoría de los elementos que conforman la cultura caribeña. Religión, costumbres, tradiciones, historia, se han conservado y trasmitido de forma oral. Es sabido que el esclavo, despojado de todo elemento de cultura material, sólo trajo consigo cerebro, corazón y la praxis enraizada en la tradición de la trasmisión del conocimiento por vía de la oralidad. (Martiatu,2000,p.152). Esta es la razón por la cual logró reconstruir, un acervo que está presente entre nosotros hasta hoy. Tuvo que superar formidables dificultades tales como el desarraigo violento de su medio, el cautiverio, el régimen carcelario de la plantación, y la desorganización de sus instituciones familiares y sociales. Es en este acervo trasmitido de forma azarosa que encontramos la concepción del mundo y la sensibilidad de las masas no marginales, sino marginadas de las instancias de poder y de las instituciones que detentan el discurso cultural hegemónico europeizante y elitista en el Caribe y en el resto de América Latina.



Con la publicación de esta antología, con estas obras y estos autores reunidos aquí, se hace más visible si es posible la realidad de un teatro ritual caribeño. En Wanilere teatro se cumple un sueño de muchos años de investigación y de publicaciones de textos críticos y ensayísticos referidos a este teatro. Con esta antología culmina una etapa de creación que aunque tiene antecedentes anteriores, se desarrolla, como sabemos, a partir de los años 60. Pero sobre todo culmina también una etapa de investigación y de esfuerzos encaminados a la elaboración de un discurso teórico-crítico que incluye la Antropología, la Historia, la Sociología y una estética
particular y adecuada a estos temas. Discurso éste muy alejado del de muchos textos teatrológicos que, al igual que la mayoría de nuestra crítica artístico-literaria habían olvidado, marginado o excluido y hecho poco menos que invisible la importancia de estos temas en el imaginario cultural y teatral cubano.
A partir de antologías como ésta ya no podrán ser vistas como obras aisladas. Cada una en su individualidad y todas en su conjunto conforman un campo literario reconocible y fundamental en el teatro cubano.



Realización de Selección y Prólogos:
"Cimarrones y rebeldes. Esclavitud y resistencia en la Obra de Gerardo Fulleda León"


Selección y prólogo: Inés María Martiatu. (fragmento del prólogo)
"La obra de Gerardo Fulleda León, Santiago de Cuba(1942), se inscribe en una etapa fundacional del teatro cubano contemporáneo, la eclosión de los años 60´ del pasado siglo XX. Este ha sido el momento más importante de reconocimiento del aporte del negro y de la influencia de las culturas de origen africano en la cultura cubana que ya había tenido su momento inaugural con la vanguardia artística y literaria de los años 20´ y 30´ de ese mismo siglo. Fulleda es Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana y fue alumno del ya mítico Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional de Cuba, en los años 1960.
Con esta obra el dramaturgo sortea las dificultades de tratar un tema como éste. Ruandi es un niño eslavo que vive en una plantación del siglo XIX cubano con todo lo que esto implica. Pero Fulleda nos lo muestra pleno de imaginación y de amor. Con unas tiernas relaciones con su abuela Minga, con los animales domésticos y hasta con la niña blanca de la casa. El dramaturgo nos dice que Ruandi es una historia de amor y no del “amor a secas”. En este personaje está el amor a la libertad. El niño Ruandi quiere escapar de su cautiverio y como niño al fin en su determinación desempeña también un papel importante, la aventura. Sin crueldades excesivas, el dramaturgo nos muestra su lucha y su aprendizaje a través del camino que tiene que recorrer para alcanzar el palenque, la libertad posible. Los personajes que encuentra, animales que hablan como en las fábulas y el monte mismo, la naturaleza, le sirven paso a paso. Lleva consigo el amor y el recuerdo de la abuela y la niña amiga que lo sostienen en su empeño"


"Eugenio Hernández Espinosa: Una Dramaturgia propia"

Fragmento del prólogo a su Teatro escogido en dos tomos
Muchas veces tratamos de descubrir cuáles son los elementos más importantes que van conformando la sensibilidad de un artista. Después de todo, hay experiencias que son comunes a otros que no sienten la necesidad de la creación. En Eugenio fueron todos estos elementos de su historia familiar —el padre blanco, de procedencia humilde, tabaquero y pintor de brocha gorda; la madre negra, ama de casa, murió cuando el hijo se empinaba a sus 12 años— y, sobre todo, la casualidad de su nacimiento en el Cerro de 1936, uno de los barrios más emblemáticos de La Habana. («El Cerro tiene la llave», se dice popularmente. Tal expresión demuestra el orgullo y ese sentimiento de pertenencia.) Quizá porque en el Cerro se mezclaban las grandes tradiciones culturales populares —ha sido cuna de comparsas como El Alacrán y allí conviven la rumba, el bembé, la violencia, el amor como se manifiesta entre esa gente humilde de pueblo— o por la influencia de la vida en el solar donde —como escribe Alberto Curbelo— «los más apagados suspiros y quejidos de placer o de dolor llegan a oídos del vecino», de ahí que sea «también una extensión de los espacios públicos. [...] El pobre, que apenas tiene un cuarto por vivienda, desposeído de su intimidad, se ve obligado a compartirla, a exponerla...»

"Una Pasión compartida: María Antonia"
"En la noche del 29 de septiembre de 1967, en el Teatro Mella de la calle Línea, en el Vedado, escenario emblemático de grandes acontecimientos escénicos, irrumpió un espectáculo estremecedor que habría de conmover a todos: la puesta en escena de María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, bajo la dirección del maestro del teatro cubano Roberto Blanco. De más está decir que esta obra sorprendió, emocionó y escandalizó en algunos casos al público que se ponía también en contacto por primera vez con el texto escrito tres años antes por el dramaturgo. Se polarizaron inmediatamente defensores y detractores. No era posible la indiferencia. Personajes hasta ese momento marginados de la escena llegaron a ella con su presencia, sus expresiones, la música de los tambores batá, los cantos y rezos de las ceremonias de la Santería y las contradicciones que les llevarían irremisiblemente a la tragedia.

Se daba a conocer así con éste, su primer estreno en el teatro profesional, un dramaturgo desde entonces imprescindible, Eugenio Hernández Espinosa. En 2004 se cumplen cuarenta años de la creación de María Antonia. Este autor, que ha partir de aquel momento nos ha ido legando una obra prolífica y significativa, como sabemos, es considerado uno de los dramaturgos vivos más relevantes del teatro cubano y figura significativa en el ámbito iberoamericano y caribeño"



LA VICTROLA

"La Victrola fue uno de los más populares medios para difundir la música en lo años 40' y 50'. Llamada así por la marca RCA Victor, se le dio ese nombre en un principio a los tocadiscos caseros, aquellos en que se tocaban los viejos discos de 78 revoluciones. En aquellos aparatos se podía escuchar el disco favorito mediante un selector automático que se ponía en marcha en cuanto depositaba una moneda de cinco centavos.
A fines de los 50', las victrolas habían llegado a casi todas partes de la isla en que hubiera electricidad, por supuesto. En algunos pequeños pueblos en que no todos podían poseer un aparato de radio y menos un tocadiscos, era el medio para que la gente escuchara la música. Casi siempre situada en un bar o café, la podían escuchar los vecinos, los transeúntes o los que descansaban en los bancos del parque del pueblo.
En La Habana llegaron a proliferar de tal manera, que casi en cada esquina se podía encontrar una o más de una en bodegas, bares, caficolas. Se podía caminar por la ciudad escuchando su música de esquina en esquina.
Aunque mucho se ha hablado de cantantes y orquestas “victroleros”, a veces con desdén y de cierto estilo de canciones y boleros con temas demasiados sensibleros: amantes abandonados, traición, venganza, alcoholismo y hasta homicidas en prisión por dramas pasionales, lo cierto es que no todo era de mal gusto. Todos los intérpretes y agrupaciones de música popular tuvieron su lugar en las victrolas y aún las más populares de la música extranjera sobre todo de la norteamericana, española, mexicana y otras.
Las victrolas estaban caracterizadas de acuerdo al lugar y las preferencias del público que acudía a aquellos establecimientos. No era lo mismo una bodega en la Habana Vieja o Cayo Hueso que un bar cerrado y oscuro al que acudían especialmente los enamorados.
Algunas victrolas se hicieron famosas por su repertorio en que hacían énfasis en ciertos tipos de música que tenían sus seguidores y que no se podía escuchar en cualquier parte. A ella acudían fanáticos y músicos que se reunían en aquellos lugares. La bodega de Celso, en la calle San José era frecuentada por los seguidores del feeling y de la música norteamericana; el bodegón de Goyo, en el barrio de la Victoria, el club Descarga en Cayo Hueso o el Gato, en la calle Zanja, además de buena música cubana tenían mucho jazz que no se podía escuchar o bailar en otros lugares.
Se recuerda con agrado aquellas cajas mágicas. Las más antiguas con abigarradas formas y colores. Luego llegaron modelos más modernos y de mayor capacidad. En algunos clubes nocturnos se podía realizar la selección desde la propia mesa.
En el momento de mayor auge, todo ello resultó un negocio millonario para las compañías que operaban estos aparatos, los instalaban, los mantenían actualizados con los discos de moda y recaudaban dinero de las alcancías que no era poco. Le pagaban al dueño del establecimiento un pequeño por ciento de las ganancias.
Las victrolas les traen recuerdos de aquellos tiempos a algunos. Quién no recuerda al enamorado que ponía siempre la misma canción en la victrola de la esquina para que la muchacha de la cuadra la escuchara desde su casa y quizá se dignara a salir a la puerta ó asomarse a la ventana dándole la esperanza de un sí"


Inés María Martiatu

Hasta siempre Beny


Beny More, el que nos dijo hasta siempre aquel 19 de febrero de 1963, el que llegaría a ser genial intérprete de todos nuestros ritmos había nacido en Santa Isabel de las Lajas, un pequeño pueblo en el centro de la isla, el 24 de agosto de 1919 en el seno de una familia humilde. Desde niño pudo beber en la raíces musicales de nuestro pueblo. Negro, descendiente de esclavos llevaba en sí el sincretismo de una cultura singular, transculturada, fecundada con los ritmos y las melodías ancestrales que nos llegaron de Africa y de España. En su pueblo escuchaba los tambores del casino de los congos y del de los yorubás, los cantos dedicados a los nkisis y a los orichas y por otro lado el son, la música guajira de la tierra con sus rasgueos de guitarras.
En una de sus más conocidas interpretaciones, “En el tiempo de la colonia”, Beny incorpora cantos y ritmos congos, especialmente el dedicado a Chola Enduengue, diosa del amor en la tradición conga, bantú, equivalente a Ochún entre los yorubás. En ésta y otras interpretaciones, el Beny emite sonidos agudos propios de los cantantes tradicionales de origen congo, llamados akpale, en las ceremonias de Palomonte. Y en su baile característico también hay pasos de los bailes rituales de Palomonte y un juego singular con el bastón que aparece como un sucedáneo del garabato, también propio de esos bailes. Todos estos elementos y su singular talento y expresividad para la danza constituían una parte importante de su proyección escénica que lo hacían inimitable. En otras creaciones suyas incorpora, así mismo, la música de inmigrantes caribeños, en algunos casos como en “Candelina alé”, de la tradición haitiana.
La infancia de Beny fue difícil, la pobreza de un hogar de 18 hermanos lo llevó a abandonar la escuela en cuarto grado y a dedicarse desde temprano a los más duros y disímiles oficios. “Soy guajiro”, cantaría más tarde. En medio de los trabajos y de las tareas del campo siempre encontraba tiempo para seguir a los mayores en cuanto se formaba un festín o una serenata. Ya desde temprano comenzó a tocar la guitarra que le acompañaría en sus primeros tiempos como músico. Ese otro sonero, Pío Leyva, llamado con justicia “El montunero de Cuba” compuso para Beny “Francisco Guayabal”, un son montuno que alcanzó una gran popularidad, en la voz del Bárbaro del Ritmo. El son fue uno de los géneros en que más se destacó el llamado con justicia Sonero Mayor.
Beny Moré llegó a La Habana con una guitarra y lleno de sueños. La capital se mostró difícil para él. Tuvo que vender frutos con una carretilla, dormir en cualquier parte y merodear por cafés, bares, calles y parques cantando sus canciones. Con un talento enorme y una fe en sí mismo tremenda también, perseveró aquel joven que siempre supo lo que tenía que dar a la música de su pueblo. Beny venció la soledad, el hambre, el racismo, y todas las dificultades que hubieran hecho desistir a otro pero no a él en una época de pocas posibilidades. En 1945 Beny tuvo la gran oportunidad de su vida, se fue a México con el conjunto del gran Miguel Matamoros. Al terminar su compromiso con éste, permaneció en ese país donde actuó en diferentes centros nocturnos. Luego se unió a la orquesta de Dámaso Pérez Prado, llamado El Rey del Mambo. Esta fue una etapa brillante de su carrera que lo proyectó en grande en el ámbito internacional. . “¿Quién inventó el mambo? “ Fue uno de los mayores éxitos de Beny con la orquesta de Pérez Prado “Quién inventó el mambo que me provoca”, cantaba Beny y él mismo se contestaba en una de sus ocurrencias . “quién inventó el mambo, un chaparrito con cara de foca”, refiriéndose al físico de Dámaso Pérez Prado. Cosa que dicen no le gustó nada al Rey del Mambo. Con este músico excepcional que estaba haciendo furor en México y en el mundo, Beny actuó en los más importantes escenarios de México, grabó discos, filmó películas. Esta experiencia le hizo definir su estilo, incorporar las posibilidades de cantar con una gran orquesta y sobre todo vincular el formato de jazz band a los más auténticos géneros de la música cubana: son, guaracha, rumba, bolero, cha cha chá etc sin perder su cubanía. Llevándola a la música popular bailable. Ya nunca abandonaría este formato de Big Band de jazz, lo que él llamó su Banda Gigante, su tribu.
Poco después, de regreso a Cuba se incorpora a la orquesta del músico oriental Mariano Mercerón. Fue en esta época en Santiago de Cuba, cantando con la orquesta Mercerón junto a otros dos grandes: Pacho Alonso y Fernando Álvarez, que surgió la anécdota que le dio para siempre el título de Bárbaro del Ritmo. Cuentan que estaba con unos admiradores en una esquina santiaguera, cuando pasó una muchacha muy hermosa. Beny exclamó “¡Qué bárbara” y uno de los amigos replicó “! El bárbaro es usted!”. Y se le quedó lo de “El Bárbaro del Ritmo” que le acompañaría para siempre. Viajó de nuevo para actuar en México y al regresar canta con las orquestas de Bebo Valdés y de Ernesto Duarte.: “Como fue”, de Ernesto Duarte, es uno de los boleros más exitosos interpretados por Beny Moré y que se mantiene en el gusto del público. Su trabajo con un músico como Ernesto Duarte fue sin duda muy importante para Beny. La banda que fundaría está más cerca del estilo de Ernesto Duarte que del de ninguna de las agrupaciones con que había trabajado hasta el momento.
Beny funda su Banda Gigante, una orquesta de tipo jazz band que él adaptó al repertorio variado que cultivaba y le incorporó el ritmo y la explosividad que lo caracterizaban. Con su genio natural y su oído privilegiado, realizaba él mismo los arreglos sin haber estudiado la técnica musical. Su éxito fue inmediato. Su musicalidad, y su carisma le ganaron el amor de todo un pueblo que lo seguía y bailaba al ritmo de sus sones o se enamoraba con la voz vibrante y emotiva en los boleros que interpretaba. Cuentan los que tuvieron el privilegio de escucharlo en las fiestas populares de La Tropical o en cualquier otro lugar que se presentara, que el público, en un momento dado, dejaba de bailar. Se quedaban extasiados escuchándolo en sus boleros y canciones. Beny se debía a su pueblo. A pesar de sus compromisos con la radio y la televisión, con las disqueras y sus presentaciones en los más importantes cabarets, realizaba constantes giras por toda la isla que le ganaron el amor y la gran popularidad de que gozó como artista. Siempre se presentaba en bailes populares. Mantuvo sus presentaciones en el Alí Bar, un modesto cabaret fuera de los circuitos exclusivos del turismo, al alcance de la gente más modesta y sobre todo de los negros que no podían acceder a los grandes night clubs.
Beny Moré: le cantó a diferentes ciudades y pueblos de Cuba. A “Santiago de Cuba” y “Manzanillo”, en sones compuestos por Ramón Cabrera. A ellos les podemos agregar “Guantánamo”, tambièn de Ramón Cabrera y “Cienfuegos” y su inolvidable “Santa Isabel de las Lajas” escrito por él mismo a su querido pueblo natal,
Beny Moré resultaba una personalidad carismática. Dominaba la escena y el público deliraba ante cada representación suya. Desplegaba una enorme energía que contagiaba a todos. Dirigía su orquesta bailando en su estilo originalísimo. Su voz privilegiada era capaz de alcanzar amplios registros. Vestía de una manera peculiar: pantalones anchísimos, saco largo y bailaba con su bastón y la cabeza coronada por un enorme sombrero. Esta indumentaria, criticada por algunos, fue la versión cubana de ese estilo de vestir trasgresor que surge en América Latina, en el Caribe y en las comunidades negras y latinas en Estados Unidos. Ejemplos los tenemos en la llamada extravagancia de los afro norteamericanos, de la que Malcolm X fue un ejemplo en su primera juventud, del comediante mexicano Germán Valdés, Tin Tan, o del popular cantante puertorriqueño Daniel Santos. Beny usa la vestimenta del tipo popular en aquella época, el “pachuco” para los mexicanos y el “chuchero” para los cubanos.
Helio Orovio en su Diccionario de la música cubana escribe sobre Beny Moré : “fue culminación de todo un sendero recorrido por el arte musical entre nosotros” y el poeta Félix Contreras define la trayectoria del Bárbaro del Ritmo con esta expresión cubanísima: “Beny Moré cerró y se llevó la llave”. Beny era conocido por su generosidad con sus amigos o con cualquier persona del pueblo que necesitara ayuda en aquellos años difíciles. Muchas veces se exageró su informalidad o impuntualidad. La gente se quedaba esperando su llegada en los bailes en que se anunciaba su actuación. Él se defendía diciendo que lo anunciaban para atraer público a actividades que él ni conocía. Pero también se supo que tocaba en fiestas de amigos o del pueblo sin cobrar nada. Igual era su generosidad y respeto con otros cantantes a los que admiraba y elogiaba sin reparos. Por su Banda Gigante pasaron cantantes como Pacho Alonso y Fernando Álvarez, entrañables amigos que más tarde se destacaron como solistas. Cantó a dúo con otras figuras como Roberto Faz o el mexicano Pedro Vargas. Mantuvo un respetuoso mano a mano con el inolvidable Joseíto Fernández cantando “Elige tú que canto yo”, del autor de “La Guantanamera” y muchas veces se quedaba extasiado escuchando a Miguelito Cuní sin escatimar su admiración por él con grandes elogios.
Una de las últimas y más emotivas presentaciones del Beny se efectuó durante los festejos del periódico Revolución en la calle Prado frente al Capitolio, el 5 de enero de 1963 solamente un mes antes de su muerte.
Ante una multitud entre la que yo tuve el privilegio de estar, cantó como nunca. Aun quedan el recuerdo y los testimonios gráficos de su actuación. En un momento dado subió a bailar con él la popular actriz Odalys Fuentes.
Estábamos en febrero de 1963 y con frecuencia yo tenía que pasar por la calle Carlos III en la guagua, era entonces la ruta 19 y me dirigía hacia mi casa en el Vedado. En aquellos días, a la altura de la calle Espada, se agolpaba una multitud. Gente de pueblo que día y noche esperaba noticias de su estado de gravedad. Mientras el Bárbaro, el Rey, yacía moribundo en el hospital de Emergencias. Su pueblo lo acompañó como lo había hecho en otros momentos de amor o de júbilo. La noticia de aquella muerte esperada conmovió a todos sin remedio. Recordamos las imágenes de su funeral en el Noticiero ICAIC de entonces. Una mujer negra, ya mayor lo saludó, visiblemente en trance. “montada”, como decimos en Cuba, con algún espíritu, oricha, nganga o nkisi de esos que seguramente lo bendijeron con la “gracia” de la música al nacer y lo acompañaron siempre. La mujer, realizó tres veces un movimiento circular sobre el féretro con una bandera cubana.
Llegada la hora de partir, una enorme muchedumbre colmó los alrededores de la terminal de trenes para despedir al Bárbaro del Ritmo en su último viaje a su querida Santa Isabel de Las Lajas.
Beny Moré es una de esas figuras cimeras que ha quedado en el imaginario de nuestro país. Su obra que sale de la más profunda raíz popular y ancestral, logra una síntesis de lo más auténtico de nosotros que la hace trascendente. El músico, musicólogo y ensayista Leonardo Acosta escribió “No es casual que en una obra tan deslumbrante como “Fresa y chocolate”, Beny Moré comparta honores con Lezama Lima a la hora de hacer una especie de constelación de mitos o summa de nuestra cultura”. Beny el artista, el hombre, ha servido como fuente de inspiración a escritores y poetas, anulando la distancia entre lo popular y lo culto, característica invaluable de nuestra cultura. Poetas de la estatura de Roberto Fernández Retamar y Fina García Marruz le han dedicado versos. al Beny. En su poema en prosa, “La pantera”, el propio Leonardo Acosta, que por cierto, tocó el saxofón con la Banda Gigante del Beny en aquellas giras de los años cincuenta, nos retrata a un hombre agobiado por sus responsabilidades, consciente de su valor artístico y su significación ante su pueblo, una carga a veces no muy fácil de llevar. . “Encandilado por los reflectores, entre el griterío y los aplausos, seguimos oyendo el coro infinito (Santa Isabel de las lajas, querida...) y nos sigue quemando el fuego en la voz irrepetible de la pantera, que con sus movimientos elásticos, desafiando los sombríos corredores del olvido, nos anuncia su presencia, y nos espera, en el Último Festival”. En su conocida novela “Bolero”, Lisandro Otero se inspira en la figura del Beny para conformar su personaje protagónico, el inefable Beto Galán: un cantante, un mito de la cultura popular. En su excelente cuento, “Beny, mi socio”, el narrador Manuel Granados nos ofrece la imagen de un hombre humilde y negro, también de Santa Isabel de Las Lajas y capaz de suscitar la magia. Se dispone a partir en el tren que llevará a su ídolo en su último viaje a la tierra de ambos. La admiración, la conciencia de pertenencia le hacen sentir orgullo y su autoestima se agiganta por la identificación con el gran artista que lo representa como negro y hombre humilde. En el teatro también aparece el Beny como uno de los protagonistas en la conocida obra “Delirio habanero” del dramaturgo Alberto Pedro y también se escucha su canto en “Voy por cigarros” de Gerardo Fulleda León. En estos momentos se acaba de estrenar con extraordinario éxito de público una película cubana inspirada en la figura de Beny Moré. El director es Jorge Luis Sánchez, y está basada en un guión del popular dramaturgo recientemente desaparecido Abraham Rodríguez. Al final de su poema “El sombrero y el bastón”, Jesús Cos Causse le canta al Beny: “Pero los rumberos, los soneros, los trovadores lo recuerdan. Y su voz entra y pasa con el viento como el arrullo de palma en la llanura.”
Una de las últimas imágenes de Beny aparece en una secuencia del documental “Saluts les cubains”, “Saludos, cubanos”, realizado por la directora francesa Agnes Varda en 1963. En una de las secuencias, la desaparecida directora del cine cubano Sara Gómez, juvenil y vestida de miliciana, baila con el también conocido editor Nelson Rodríguez . Beny canta y baila con su traje blanco, su bastón y su sombrero característicos. Su imagen surge entre lo real y el sueño. Son fotos fijas animadas, enlazadas por disolvencia ante nuestros ojos y esto refuerza la impresión de irrealidad. El Bárbaro canta, repite, “que sólo las cubanas acaricien tu cara”. Y como en un espejismo, su figura, se va haciendo inasible, desaparece poco a poco mientras una voz nos dice en francés, “Beny Moré à mort”. Hay que agradecer a Agnes Varda por ese amoroso documental sobre Cuba y sobre todo por esa despedida de alguien tan querido. Hasta siempre, Beny, decimos. Siempre con nosotros, Bárbaro.

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"Primero fueron las fotos, las cartas, las tarjetas postales enviadas desde lejos y a las que se respondía inútilmente. Lola, con su bello tupé asimétrico y la cabeza un poco inclinada como ordenan los fotógrafos de estudio, sonriente o no, siempre aparecía hermosa y rutilante con su verruga al lado de la nariz, tan parecida a las fotos de las cantantes negras en las páginas de la revista Rhythm and Blues. Lola, mucho más clara de piel, tenía los ojos de Bessie Smith. Aquellos ojos enviaban saludos, besos y felicitaciones desde lugares como New York N. Y. Chicago ILL. o Washington D. C. y quién sabe cuántas direcciones por el estilo. Saludos desde Kingston o Montego Bay, felicitaciones desde Saint Kitts o Barbados, besos, sonrisas que jamás recibían respuesta. Cuando Virginia, la hija, contestaba con parecidísimas fotos, saludos, felicitaciones, desde La Habana, siempre eran devueltas al poco tiempo por no encontrarse ya Lola en aquellas direcciones. Se complacía en mudarse y mudarse, en desaparecer y enviar señales desde cada ciudad, sin importarle al parecer recibir respuesta, sin esperarla quizá.
Todo había comenzado años atrás, cuando Lola, recién llegada de Jamaica a Cuba, había sido expulsada de su casa en Camagüey por su propia madre: una mulata anglicana dominante y orgullosa de llevar el nombre de la reina Victoria y la ciudadanía inglesa. La muchacha se dejaba deslumbrar fácilmente por la música y le gustaba el baile, dos cosas que a su madre siempre le parecieron asuntos del demonio. En aquella época Lola no se llamaba aún Lola, que en fin no era su nombre, sino Wendolyn. Había llegado a la terminal de trenes de La Habana, sin dinero, con una maletica de cartón y la dirección de un bar que le había proporcionado un paisano impuesto de sus aficiones musicales.
En aquel lugar trabajó sirviendo las mesas, cantando y bailando a veces para regocijo de los parroquianos y envidia de las otras empleadas que se celaban de la atracción de aquella mulata joven y distinta. Desde entonces quiso llamarse Lola, el más exciting nombre latino que conocía y olvidar a la Wendolyn, hija de Victoria y de los rezos y cantos del templo anglicano de Camagüey, y a su madre maldiciéndola de pie junto al padrastro pastor. No, aquello no era lo que ella quería.
«Ain’t she sweet, see her coming down the street», cantaba y se movía con su bonita boina, sobre la plataforma, se paseaba entre las mesas con un entusiasmo que no decaía ante los comentarios, alguna grosería o las voces imprudentes de la gente que llenaba el lugar.
Pero un día quiso aprender a bailar el danzón, aquella música inquietante que tanto la atraía. Se dejó llevar por esa tensión excitante que promete la liberación a través del ritmo siempre contenido y disfrutado en la fruición interna de los bailadores. Armando la inició en el lirismo de los tríos, en el misterio insondable para ella, acostumbrada a bailar a tiempo los aires con influencia anglosajona, derivados de la marcha, de no llevar nunca con los pies el ritmo que se escucha sino el propio. Concentrarse en el efecto enervador entre uno y otro ritmos, dejarse conmover hasta las lágrimas con el canto atrevido de las flautas y los violines. No, no era nada parecido al two steps, era algo nuevo e irresistible que no se le entregaba jamás completamente, como el amor mismo. Armando estaba allí y era cierto todo aquello y ella en sus brazos, deslumbrada por su elegancia y el danzón y su forma de sonreír y asentir siempre, siempre, siempre.
Era un mulato atractivo, elegante y suave, un conquistador de inopinada languidez. Coleccionista de mujeres y de amores que se aturdía con la mayor naturalidad en aventuras fáciles. Sabía eludir a tiempo complicaciones inconvenientes y ni siquiera se tomaba el trabajo de tratar de ser original. Siempre triunfaba con el mismo cuento. A todas les prometía el amor y el mismo juego de cuarto «chino» que se exhibía en la vidriera de la mueblería más cercana y que jamás compró a ninguna. A todas les daba, eso sí, el romance y el amor difuso que prodigaba haciendo caso omiso de los reclamos de exclusivismo de la amante de turno.
En la tertulia del cine Oriente la volvieron loca las manos y los besos de aquel hombre y su lengua (que se afanaba en su boca y en su oreja prodigando placeres infalibles) prometía más de lo que nunca le dio a ella ni a nadie. Valentino, con los ojos pintados de Rimmel y los labios de rouge, en el papel de «El hijo del Sheik», juraba amor eterno a su pareja con arrebato exótico. Lola vibraba y se apretaba cada vez más en los brazos de Armando. Los músicos de la orquesta tocaban protegidos por una especie de jaula, de las insólitas agresiones del público de la tertulia. Tomates, zapatos y otros objetos aún más contundentes se estrellaban contra la red. «Acelera Ñico, acelera. Acelera y pon la primera.» La rubia amante del Sheik suspiraba y ponía los ojos en blanco. «Acelera, Ñico, acelera.» Lola encontró el valor para confesarle a Armando la certeza de que estaba esperando un hijo suyo. «La China prieta comió frijoles, le hicieron daño y se fue a cagar», coreó con fuerza toda la tertulia. Los timbales hicieron un fortísimo, «Acelera, Ñico, acelera.» En la pequeña accesoria de la calle Salud, con pretensiones de «garconière» como él le llamaba, Lola se fue quedando entre cojines de colores y un diablo negro con un ojo rojo y otro azul en neón que se encendían y se apagaban alternativamente a manera de guiño. Aquel diablo la inquietaba y la hacía reírse a veces sin motivo aparente recordando las vívidas descripciones que de aquel personaje se hacían en la iglesia. Allí conoció el amor como nunca lo había vivido ni imaginado siquiera. Allí también las demoras, la angustia, el olvido, la ausencia.
Se alejó con la niña que tenía tres años y hablaba ya las primeras palabras en español, pero sólo en inglés le habló ella hasta los siete. Armando logró quitársela en Ciego de Ávila, donde vivían, contando con la ayuda de un juez comprado y prejuicioso contra los inmigrantes jamaicanos. Al llegar al hogar de su padre, ya no se le oyó hablar durante meses ni en inglés ni en español, sólo cantar «Leta fai, fole mi», nadie conocía aquella canción, nadie podía descifrar aquella frase.
Lola comenzó a cambiar de nombre como de marido y lugar. Aparecía en los bailes de jamaiquinos en Pogolotti o Buenavista, en una colonia o ingenio, entre braceros en Camagüey o en Guantánamo, en la cálida Santiago o en un buen edificio de apartamentos en La Habana. La acompañaban hoy un músico, mañana un quiropedista o un simple cortador de caña, pero siempre paisanos. Por esa época conoció a Gilbert. Era un negro prieto, delgado y trashumante con unos ojos pequeños y al parecer fríos que la desnudaban con violencia. Cortaba caña y hacía cualquier trabajo a pesar de que tenía bastante instrucción. Había nacido en la zona del Canal, de madre jamaicana igual que Lola y un padre barbadense con un poco de sangre india. Tenía un humor violento y dulce al mismo tiempo y un modo de tomarla sin reparos que la desconcertó desde el comienzo.
Una tarde dieron albergue a un paisano que había llegado hambriento en busca de trabajo. Venía de Santiago de Cuba y hablaba con la convicción de los pastores de iglesia, pero era otro su mensaje. Era un seguidor de Marcus Garvey. Patterson, con la única muda de ropa y los zapatos gastados, llenos de polvo, entre bocados ansiosos y tragos de cerveza, desenvolvió un paquete que llevaba como único equipaje. Eran números atrasados de Negro World. En ellos Lola y Gilbert descubrieron juntos la palabra y la doctrina de Marcus Garvey.
La imagen de aquel gran hombre crecía y crecía en las palabras de Patterson. Viejos dolores, la ira de un pueblo que despierta y se reconoce en pasadas grandezas y en un futuro brillante, aparecían en la esperanza de las conversaciones. Lest’s fight! Follow me! Follow me! cantaban. Lola entrevió por primera vez las claves de su peregrinar, los trabajos y los sueños cobraban un sentido en el que todo se iba relacionando como parte de un drama inmenso que la tocaba y la abarcaba al mismo tiempo.
Gilbert quiso volver a Panamá, a la Zona. Allí cantaba él calypso y bailaba ella indians y el dinero que recogían a veces no alcanzaba para el ron y la comida. Los mejores tiempos eran los de carnaval. Los antillanos trataban de olvidar que no eran más que silver y los americanos golden para todo. Casas silver, salarios silver, por igual trabajo, vida silver, silver, silver. En uno de esos bares con paredes de madera prensada, Gilbert cantaba, a veces ya muy tarde aquella canción que había compuesto para Garvey y entonces su voz ronca y acerada parecía que no le iba a alcanzar cuando se alzaba como un himno. Una noche Lola lo encontró tendido en medio de la calle con un balazo en el pecho y los ojos abiertos y serenos. Su gente lo lloró y algunos se bañaron con el agua de aquel muerto para atraer la buena suerte.
Años después, Lola regresó a Cuba con dos anillos de casada de oro y brillantes exactamente iguales en los dedos anulares de ambas mano. Buscó a su hija pero no se entendieron. La vieja Victoria la acogió con las diatribas de otros tiempos. «Te alejaste del señor y él se olvidó de ti.»
Cuando la encontré, ya hacía mucho que no se sabía de ella. Había vuelto a practicar las mismas argucias de entonces. El escamoteo de las pérdidas, de las mudadas, de desaparecer. Nada más fácil para ella. Conservaba los anillos y la gracia de sus gestos cuando hablaba con inusual animación del pasado y sabía llevar con orgullosa dignidad su soledad. Entonces la abrumé con la confesión de mis recuerdos de infancia, de las conversaciones furtivas que escuché tantas veces sobre su historia. Sí, yo había estado de parte suya, pero quería saber algo más, un detalle.
Virginia, la hija de Lola, había tarareado durante meses y meses para desesperación de sus abuelos y tíos cubanos antes de dignarse a contestar algo en español, «leta fai, fole mi». Lola rió. Era la canción que Gilbert había compuesto y cantado muchas veces en honor a Garvey: «Let’s fight! Follow me! Follow me!» cantó Lola.




Inés María Martiatu Terry

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