domingo, 17 de diciembre de 2006

Follow me

"Primero fueron las fotos, las cartas, las tarjetas postales enviadas desde lejos y a las que se respondía inútilmente. Lola, con su bello tupé asimétrico y la cabeza un poco inclinada como ordenan los fotógrafos de estudio, sonriente o no, siempre aparecía hermosa y rutilante con su verruga al lado de la nariz, tan parecida a las fotos de las cantantes negras en las páginas de la revista Rhythm and Blues. Lola, mucho más clara de piel, tenía los ojos de Bessie Smith. Aquellos ojos enviaban saludos, besos y felicitaciones desde lugares como New York N. Y. Chicago ILL. o Washington D. C. y quién sabe cuántas direcciones por el estilo. Saludos desde Kingston o Montego Bay, felicitaciones desde Saint Kitts o Barbados, besos, sonrisas que jamás recibían respuesta. Cuando Virginia, la hija, contestaba con parecidísimas fotos, saludos, felicitaciones, desde La Habana, siempre eran devueltas al poco tiempo por no encontrarse ya Lola en aquellas direcciones. Se complacía en mudarse y mudarse, en desaparecer y enviar señales desde cada ciudad, sin importarle al parecer recibir respuesta, sin esperarla quizá.
Todo había comenzado años atrás, cuando Lola, recién llegada de Jamaica a Cuba, había sido expulsada de su casa en Camagüey por su propia madre: una mulata anglicana dominante y orgullosa de llevar el nombre de la reina Victoria y la ciudadanía inglesa. La muchacha se dejaba deslumbrar fácilmente por la música y le gustaba el baile, dos cosas que a su madre siempre le parecieron asuntos del demonio. En aquella época Lola no se llamaba aún Lola, que en fin no era su nombre, sino Wendolyn. Había llegado a la terminal de trenes de La Habana, sin dinero, con una maletica de cartón y la dirección de un bar que le había proporcionado un paisano impuesto de sus aficiones musicales.
En aquel lugar trabajó sirviendo las mesas, cantando y bailando a veces para regocijo de los parroquianos y envidia de las otras empleadas que se celaban de la atracción de aquella mulata joven y distinta. Desde entonces quiso llamarse Lola, el más exciting nombre latino que conocía y olvidar a la Wendolyn, hija de Victoria y de los rezos y cantos del templo anglicano de Camagüey, y a su madre maldiciéndola de pie junto al padrastro pastor. No, aquello no era lo que ella quería.
«Ain’t she sweet, see her coming down the street», cantaba y se movía con su bonita boina, sobre la plataforma, se paseaba entre las mesas con un entusiasmo que no decaía ante los comentarios, alguna grosería o las voces imprudentes de la gente que llenaba el lugar.
Pero un día quiso aprender a bailar el danzón, aquella música inquietante que tanto la atraía. Se dejó llevar por esa tensión excitante que promete la liberación a través del ritmo siempre contenido y disfrutado en la fruición interna de los bailadores. Armando la inició en el lirismo de los tríos, en el misterio insondable para ella, acostumbrada a bailar a tiempo los aires con influencia anglosajona, derivados de la marcha, de no llevar nunca con los pies el ritmo que se escucha sino el propio. Concentrarse en el efecto enervador entre uno y otro ritmos, dejarse conmover hasta las lágrimas con el canto atrevido de las flautas y los violines. No, no era nada parecido al two steps, era algo nuevo e irresistible que no se le entregaba jamás completamente, como el amor mismo. Armando estaba allí y era cierto todo aquello y ella en sus brazos, deslumbrada por su elegancia y el danzón y su forma de sonreír y asentir siempre, siempre, siempre.
Era un mulato atractivo, elegante y suave, un conquistador de inopinada languidez. Coleccionista de mujeres y de amores que se aturdía con la mayor naturalidad en aventuras fáciles. Sabía eludir a tiempo complicaciones inconvenientes y ni siquiera se tomaba el trabajo de tratar de ser original. Siempre triunfaba con el mismo cuento. A todas les prometía el amor y el mismo juego de cuarto «chino» que se exhibía en la vidriera de la mueblería más cercana y que jamás compró a ninguna. A todas les daba, eso sí, el romance y el amor difuso que prodigaba haciendo caso omiso de los reclamos de exclusivismo de la amante de turno.
En la tertulia del cine Oriente la volvieron loca las manos y los besos de aquel hombre y su lengua (que se afanaba en su boca y en su oreja prodigando placeres infalibles) prometía más de lo que nunca le dio a ella ni a nadie. Valentino, con los ojos pintados de Rimmel y los labios de rouge, en el papel de «El hijo del Sheik», juraba amor eterno a su pareja con arrebato exótico. Lola vibraba y se apretaba cada vez más en los brazos de Armando. Los músicos de la orquesta tocaban protegidos por una especie de jaula, de las insólitas agresiones del público de la tertulia. Tomates, zapatos y otros objetos aún más contundentes se estrellaban contra la red. «Acelera Ñico, acelera. Acelera y pon la primera.» La rubia amante del Sheik suspiraba y ponía los ojos en blanco. «Acelera, Ñico, acelera.» Lola encontró el valor para confesarle a Armando la certeza de que estaba esperando un hijo suyo. «La China prieta comió frijoles, le hicieron daño y se fue a cagar», coreó con fuerza toda la tertulia. Los timbales hicieron un fortísimo, «Acelera, Ñico, acelera.» En la pequeña accesoria de la calle Salud, con pretensiones de «garconière» como él le llamaba, Lola se fue quedando entre cojines de colores y un diablo negro con un ojo rojo y otro azul en neón que se encendían y se apagaban alternativamente a manera de guiño. Aquel diablo la inquietaba y la hacía reírse a veces sin motivo aparente recordando las vívidas descripciones que de aquel personaje se hacían en la iglesia. Allí conoció el amor como nunca lo había vivido ni imaginado siquiera. Allí también las demoras, la angustia, el olvido, la ausencia.
Se alejó con la niña que tenía tres años y hablaba ya las primeras palabras en español, pero sólo en inglés le habló ella hasta los siete. Armando logró quitársela en Ciego de Ávila, donde vivían, contando con la ayuda de un juez comprado y prejuicioso contra los inmigrantes jamaicanos. Al llegar al hogar de su padre, ya no se le oyó hablar durante meses ni en inglés ni en español, sólo cantar «Leta fai, fole mi», nadie conocía aquella canción, nadie podía descifrar aquella frase.
Lola comenzó a cambiar de nombre como de marido y lugar. Aparecía en los bailes de jamaiquinos en Pogolotti o Buenavista, en una colonia o ingenio, entre braceros en Camagüey o en Guantánamo, en la cálida Santiago o en un buen edificio de apartamentos en La Habana. La acompañaban hoy un músico, mañana un quiropedista o un simple cortador de caña, pero siempre paisanos. Por esa época conoció a Gilbert. Era un negro prieto, delgado y trashumante con unos ojos pequeños y al parecer fríos que la desnudaban con violencia. Cortaba caña y hacía cualquier trabajo a pesar de que tenía bastante instrucción. Había nacido en la zona del Canal, de madre jamaicana igual que Lola y un padre barbadense con un poco de sangre india. Tenía un humor violento y dulce al mismo tiempo y un modo de tomarla sin reparos que la desconcertó desde el comienzo.
Una tarde dieron albergue a un paisano que había llegado hambriento en busca de trabajo. Venía de Santiago de Cuba y hablaba con la convicción de los pastores de iglesia, pero era otro su mensaje. Era un seguidor de Marcus Garvey. Patterson, con la única muda de ropa y los zapatos gastados, llenos de polvo, entre bocados ansiosos y tragos de cerveza, desenvolvió un paquete que llevaba como único equipaje. Eran números atrasados de Negro World. En ellos Lola y Gilbert descubrieron juntos la palabra y la doctrina de Marcus Garvey.
La imagen de aquel gran hombre crecía y crecía en las palabras de Patterson. Viejos dolores, la ira de un pueblo que despierta y se reconoce en pasadas grandezas y en un futuro brillante, aparecían en la esperanza de las conversaciones. Lest’s fight! Follow me! Follow me! cantaban. Lola entrevió por primera vez las claves de su peregrinar, los trabajos y los sueños cobraban un sentido en el que todo se iba relacionando como parte de un drama inmenso que la tocaba y la abarcaba al mismo tiempo.
Gilbert quiso volver a Panamá, a la Zona. Allí cantaba él calypso y bailaba ella indians y el dinero que recogían a veces no alcanzaba para el ron y la comida. Los mejores tiempos eran los de carnaval. Los antillanos trataban de olvidar que no eran más que silver y los americanos golden para todo. Casas silver, salarios silver, por igual trabajo, vida silver, silver, silver. En uno de esos bares con paredes de madera prensada, Gilbert cantaba, a veces ya muy tarde aquella canción que había compuesto para Garvey y entonces su voz ronca y acerada parecía que no le iba a alcanzar cuando se alzaba como un himno. Una noche Lola lo encontró tendido en medio de la calle con un balazo en el pecho y los ojos abiertos y serenos. Su gente lo lloró y algunos se bañaron con el agua de aquel muerto para atraer la buena suerte.
Años después, Lola regresó a Cuba con dos anillos de casada de oro y brillantes exactamente iguales en los dedos anulares de ambas mano. Buscó a su hija pero no se entendieron. La vieja Victoria la acogió con las diatribas de otros tiempos. «Te alejaste del señor y él se olvidó de ti.»
Cuando la encontré, ya hacía mucho que no se sabía de ella. Había vuelto a practicar las mismas argucias de entonces. El escamoteo de las pérdidas, de las mudadas, de desaparecer. Nada más fácil para ella. Conservaba los anillos y la gracia de sus gestos cuando hablaba con inusual animación del pasado y sabía llevar con orgullosa dignidad su soledad. Entonces la abrumé con la confesión de mis recuerdos de infancia, de las conversaciones furtivas que escuché tantas veces sobre su historia. Sí, yo había estado de parte suya, pero quería saber algo más, un detalle.
Virginia, la hija de Lola, había tarareado durante meses y meses para desesperación de sus abuelos y tíos cubanos antes de dignarse a contestar algo en español, «leta fai, fole mi». Lola rió. Era la canción que Gilbert había compuesto y cantado muchas veces en honor a Garvey: «Let’s fight! Follow me! Follow me!» cantó Lola.




Inés María Martiatu Terry

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