viernes, 9 de marzo de 2007

Algo bueno e interesante

A Gerardo Fulleda León

Ya sé que no tuviste la culpa de tu pelo cano, de tu sonrisa todavía de muchachito y unos dos apretones de mano inesperadamente cálidos que me subyugaron. Ni de que me sorprendiera pensando en ti, en la gravedad de tus trajes con corbata, en la seguridad de tus maneras, en la forma de retirar el mechón de pelo blanquísimo también vivo y abundante. Lo adiviné suave y estuve a punto dos o tres veces de retirarlo por mí misma.
De pronto, de la perplejidad, de la sorpresa y la duda, llegué a sentir la cólera de la impotencia, y de ella, surgió la cólera de este relato. Escribiendo disfrutaría (para mí el mayor placer del mundo), de esa malévola sensación de tenerte totalmente a mi merced. Te despeinaría los cabellos, zafaría el nudo de tu corbata mancharía, estrujaría y quitaría (por supuesto) tu traje recién planchado y tan organizado. Te imaginé al fin indefenso, desnudo, temeroso, apasionado, lleno de deseos y de dudas, desesperado y no sabiendo cómo se organizan los sentimientos. Organizar, organizado, ese fue el reto, la palabra clave con que te perdió un buen amigo que sólo quiso alabarte. Comenzaste a formar parte de mis más secretas ensoñaciones de todo tipo. Escribir este relato sería una especie de venganza personal (la única posible) por haberme gustado sin esperanzas tan tontamente.
Imaginé entonces lo que sería nuestra historia, pero no creas que fue un juego fácil ni inofensivo. Te juro que tuve que sufrir y que no pude ser tan prepotente como esperaba de mí misma. No fue posible salir ilesa de semejante trance.
Hice que todo comenzara en una tarde clara, casi transparente en el patio del restaurante “El Patio”. Ella (es decir, yo): su alegría y su certeza de que pronto le pasará algo bueno e interesante. Él: su curiosidad. El amigo: su cariño y su asombro. La luz persistente entre las arecas y esa humedad y frescor tan agradables de la hora, ya casi en las proximidades de un crepúsculo que se obstina en no llegar. Al sol: la plaza cuadrada y la fachada ondulante de la gran iglesia. A la sombra: los soportales y balcones.

Los dos hombres la habían visto llegar al mismo tiempo.
—Siéntate con nosotros. Estás bellísima. Lástima que a mi no me gusten las negras-dijo el amigo.
Él los miró entre divertido y escandalizado. Había una especie de amistad muy especial entre ellos, mezcla de amor y de intimidad que siempre le había llamado la atención.
—Estás bellísima—-repitió el amigo.
—Seguramente debo estarlo porque me siento muy bien. Me siento así, bella.
—No eres muy modesta.
—¿Para qué sirve eso? Al menos en un día como hoy no puede servirme de nada. En cualquier momento me pongo a cantar.
—¿Se puede saber a qué se debe tanta felicidad?—-preguntó el amigo.
—No tengo la menor idea—contestó ella.
—Nadie se muestra tan eufórico por nada.
—Pues yo sí, estoy segura de que algo bueno e interesante va a pasarme.

Él no tuvo más remedio que intervenir.
—¿Cómo?
—Y pronto.
—Por favor, déjate de excesos—dijo el amigo.
—Bueno, pero usted es una bruja—se atrevió a decir él.
—No la de Blancanieves, por cierto—respondió ella.
—Pero sabe lo que va a suceder—dijo él con toda credulidad.
—Está loca de remate, no le hagas caso. Vuelvo enseguida—dijo el amigo al punto de levantarse. Se dirigió al interior del restaurante.
—¿Por qué no me habla de usted?—le espetó ella cuando se quedaron solos—Podría contarme algo bueno e interesante.
—¿Es un chiste o un juego de palabras?
—No, es en serio. Hábleme de África. Ya sé que ha escrito dos libros, pero en ellos no habla de usted.
—Me gustaría que fuéramos a otra parte—se atrevió a decir él sorpresivamente.
—¿Qué hacemos con nuestro amigo?—-ella lo miró burlándose-hombre serio y organizado, no tienes que molestarte, yo lo resuelvo.
En el pequeño bar repleto de gente, el amigo saludaba a unos conocidos.
—Nos vamos—dijo ella.
—Espérate un momento. Enseguida estoy contigo.
—No, no vengas. Nos vamos él y yo.
—¿Y eso?
—Parece que tu amigo piensa que él puede ser ese algo bueno e interesante que va a “pasarme”.
—No es posible.

Me invitó a que fuéramos solos a otra parte. Vine para facilitarle las cosas, así que no salgas al patio. Mañana te llamo. Chao.
Siempre hubo algo que quedó pendiente entre nosotros. Aún con el carácter fantasioso de esta aventura. Un cabo suelto que ni la imaginación pudo suplir. En realidad supe que jamás me hablaría en este relato de África como le había pedido. No sé por qué siempre se lo he reprochado mentalmente. Quizás porque el África (de la que no habló), significaba tantas cosas, las que no me diría nunca aquí ni en la realidad.
—Él trató todo el tiempo de aparecer ante mis ojos como una cosa buena e interesante.
—Háblame en serio, por favor. Me preocupa mi amigo.
—¿Y no te preocupo yo?
—Ya sé como eres... ¿Qué piensas hacer?
—No lo protejas tanto.
—Es que te conozco y él no tiene la culpa de tus traumas.
—No hay motivos para alarmarse. No ha caído en mis garras ni mucho menos.
—¿Qué piensas hacer? ¿Vas a seguir la broma?
—¿Tú qué me aconsejas?
—Te advierto que hay inconvenientes, nadie sabe lo que puede pasar.
—Pero tampoco nadie está capacitado para detener los acontecimientos. Talmente me crees una vampiresa o algo peor.
—¿Te acostarás con él?
—No sé si él me lo pedirá.
—Lo harás.
—Cada uno tiene las aventuras que escoge tener. Eso lo escribió Pavese, en su diario.
— “¡Basta de palabras!”
—¿Cómo?
—Eso también lo escribió Pavese, sólo que al final del diario, el último día, el del suicidio.
—No seas trágico.
—¿Vas a volver a verlo?
—Creo que sí.

Un lugar como aquel club no lo había visitado él quizá durante años. Allí lo quise imaginar, fuera de todos sus contextos habituales, fuera de lugar. Quise que mientras me acariciaba, fuera penetrando más y más en el misterio de mis silencios y miradas o al menos lo intentara.
—Eres una mujer compleja.
—No digas eso. Te dejo entrar. No hay misterios, no te oculto nada.
—Sí lo hay.
—Me estoy mostrando como soy.
—Sé que lo haces pero yo no puedo abarcarlo todo. Siempre me sorprendes.
—Bueno, no es mi culpa.

La voz de Pablo comenzó a escucharse. Se alzó entre ellos. Era un bolero de feeling poco conocido. “Si supieras que te quiero tanto, que comprendo cual es tu dolor.” Ella comenzó a cantar muy bajito. Él la acariciaba y le besaba la cara.
—Te recuerda a alguien—afirmó él.
—No precisamente. Me recuerda muchas cosas a la vez, una época.—“Y no crees, no crees en mi amor”—continuó Pablo.
—¿Por qué lloras?
—¿Y cómo no hacerlo?

A él le inquietaban su desenfado y su misterio. A veces llegó a parecerle descarada, auque por supuesto, no se atrevió a decirlo. Pero ella lo adivinó como adivinaba muchas otras cosas. Era algo contradictorio, desenfado y misterio. Cuando uno creía estar llegando a ella, se cerraba de pronto. Alzó un brazo y él lo agarró desesperado como un náufrago. La besó.

—Dime, por favor, si yo soy algo bueno e interesante. ¡Me muero por saberlo!

Al principio ella hizo que el placer lo sorprendiera como una bofetada, y sin darle tiempo a reflexionar, las emociones incontrolables lo tuvieran a su merced por mucho tiempo. Palpitaciones, taquicardias, disfonía sorpresiva de la voz, manitas frías, temores y dudas fueron los síntomas que le llevaron casi a la muerte. Al alivio del primer orgasmo, siguió otra etapa en que las sensaciones penetraban en su ser produciendo no ya aquel estado de confusión, sino de gracia. Luego llegó la voluptuosidad y le hizo regodearse golosamente tratando de apurar cada emoción, cada sentimiento en el colmo de la desesperación, con los poros y los nervios bien abiertos. Se sintió presa de los celos retrospectivos más atroces. Los pudores de la carne, dejados atrás por el deslumbramiento del placer tan humano, le hicieron avergonzarse de su pasada mezquindad. No podía llamarse de otra manera. Una cortísima separación desorganizó su vida de tal forma que los recuerdos aún recientes de lo vivido junto a ella, se vengaban en su carne y tiraban con fuerza, le encadenaban y le pusieron en la más ineludible de las crisis.
No fueron eficaces ni el razonamiento, ni la organización ni la tiranía de la rutina. El aburrimiento ya no fue más un refugio seguro. Cada vez deseaba más el desorden de aquellos besos y la impuntualidad de los orgasmos, con su escándalo de griticos inconvenientes e inesperados y aquel venir abajo sorpresivamente sin posible programación o control, sin saber jamás cuando habría de suceder, sólo cuando ya era inevitable, siempre demasiado pronto o demasiado tarde.
Seguramente él había conocido esta otra clase de amor, pero lo había sabido evitar. Ahora se vengaban, sin nombres ni apellidos aquellos amores viejos. Recuerdos de vergüenzas y cobardías injustificables amenazaban de pronto su tranquilidad, eran implacables. Una muchacha muerta, un amigo adolescente, la amante que trató de enseñarle el amor limpio de los cuerpos. Todos desembocaban allí, en esta mujer extraña hasta hacía sólo unos días. En esta mujer extraña en realidad a la que saludaba con apretones inocentes, sin sospechar que fuera capaz de tanto delirio.
Y como era de esperar, le llegó el momento a su querida esposa. Aquella mujer virgen que él había escogido ex profeso. El amor sin riesgos, cómodo, de la que hizo la compañera de u vida. Su mujer lo defendía, lo amaba porque lo poseía. Ella había ido haciendo poco a poco el inventario de todas su cobardías y le facilitaba el asidero para desvirtuarlas y ahuyentarlas. Se dedicó con una eficacia insuperable a desmentir los pequeños remordimientos, uno a uno, proporcionándole la seguridad más absoluta, la que debiera durar, pensaba él, toda la vida. La esposa no se engañaba, sin embargo. Era como el crimen perfecto y en todo caso, el móvil había sido el amor. Así lo profesaba. Se lo demostraba en cada detalle, con minuciosa asiduidad, con la ciega obstinación conque las arañas y las hormigas continúan su obra.
Por una breve nota en el periódico supe de su muerte repentina. Una “dolorosa y corta” enfermedad había abatido al objeto de tanta ensoñación de la manera más fácil y rápida. Supuse que no tuvo tiempo de escoger entre morir o morir como en mi relato. En esos días, la noticia interrumpió la redacción. Precisamente me ocupaba de escribir aquella parte que titulé provisionalmente “la posibilidad de la muerte y una decisión”. Dediqué varias sesiones de trabajo a planear esas muertes y las disyuntivas se concretaron en una solución que me había parecido ingeniosa: “morir o morir”. Ante el descubrimiento casual y sorpresivo de una enfermedad mortal, él debía escoger entre “morir” continuando al lado de su esposa (morir a largo plazo). Y si le quedaba al menos un año de vida, irse con la amante ( es decir, conmigo) y morir también al final, pero habiendo vivido.
La breve nota periodística con la descripción del entierro puso fin a mis especulaciones. En la realidad todo había sido mucho más sencillo y quizás sorprendentemente frustrante. Él no llegó a tener una oportunidad de vivir y realizarse sino en el relato. Más vale tarde que nunca, pensé, más vale en la ficción que en ninguna parte, rectifiqué.




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