Una leve y eléctrica sensación
A mis padres
A mi prima Victoria
Cuando sonaron los acordes el padre alzó a la niña en brazos. La depositó suavemente sobre sus propios pies. Los piececitos enfundados en medias blancas, resbalaron y se acomodaron sobre la superficie lustrada de los zapatos. Las manitas en las manos fuertes se sostenían con firmeza y suavidad al mismo tiempo. La niña permaneció alerta, con la gravedad que precede a los misterios. La orquesta atacó el tema tierno de los violines y ella pudo percibir en todo su cuerpo cómo se estremecían las piernas delgadas del padre. Cómo empezaban a moverse. Frente al espejo se perdió en sus ojos interrogándose, “quién soy”. En ese momento de vacío y de duda, casi desapareció el piso bajo sus pies y se sintió flotar presa de la incertidumbre, sin asideros y aterrada. Creyó caer y caer en un instante que resultaba interminable. Al fin tocó fondo y sus propios ojos le hicieron volver a ella. Salía como de la profundidad de sus pupilas y afloraba. Se hicieron nítidos los rasgos de la niña, los ojos inmensos, ya no fueron sólo negras pupilas dilatadas, sino armonioso conjunto al que se agregaban las cejas, las pestañas, la suave curva del arco superciliar altivo o quizá insólitamente interrogante para su edad. El arco descendió y se reconoció en el rostro regordete y ovalado. La superficie del espejo devolvió las manitas crispadas sobre el latón de la cocinita de juguete convertida en la enorme plancha de la tintorería, con el filo del bloomer que se alargaba elástico para ser planchado como lo había visto hacer muchas veces. Shhhhhh, dejó escapar la niña en un silbido que imitaba perfectamente el ruido del vapor. Shhhhhh, volvió de nuevo largamente y se miró a los ojos. Tocó tierra. Todo quedó claro. Soy yo. La música se apoderó de los pies que se movieron y con ellos, torpemente al principio, los dos de la niña que vacilaron sobre los del padre. Ella seguía atenta a cada nota, a la emoción del padre al entonar, a aquel dejar que la música los envolviera para sentirla como suya, a las rodillas del padre flexionándose y estremeciéndose y tropezando con su pecho. El padre tarareaba, murmuraba, se adelantaba a duras penas al canto de la flauta. Cuando se quedaba allí sentada sobre el piso del patio, jugando con bloques y letras, podía escuchar las conversaciones desde abajo. No volvía el rostro. No mostraba el mayor interés y hasta era capaz de seguir un juego, una conversación banal si habían venido las primas. Pero no perdía ni una palabra de las de los mayores. Sus frases y secreteos, la forma de disfrazar la información, de cambiar las personas gramaticales y los nombres, no se le escapaban y en su oído y en su entendimiento, todo lo comprendía tan claramente, que hubiera horrorizado a los que querían ocultarle cosas que los niños no deben saber. Jamás hubieran descubierto en sus movimientos o en sus ojos el menor rasgo de conocimiento de causa. Aquella mañana hablaban ostensiblemente de la muerta. La madre se había apagado poco a poco en su belleza y juventud. La niña se miró de pronto los dos dedos gordos de los pies que asomaban por las sandalias y notó por primera vez que no eran exactamente iguales. Desde ese momento distinguió perfectamente el derecho del izquierdo y no sólo por su posición sino por su forma. Ella estaba muerta y supo que ya no volvería a la casa y que su salida inerme había sido la última. Y recordó el viaje con la madre a aquel pueblo extraño que desde aquel día sólo les pertenecía a las dos, adonde no se llegaba por ningún camino y que no tenía más que una esquina y unas pocas casas. Los timbales marcaron con escobillazos el cambio. Un paso o dos hacia delante, hacia atrás. Un giro que se comienza e interrumpe. Una vuelta inesperada que deja la cabeza semimareada. Y luego marcar el paso como de marcha en el mismo lugar. Primero vacilante, luego confiada. Lentamente la niña se hizo partícipe y comenzó a sentir el inefable gozo de un rito carnal que disfrutaba. Agregando cada sentido en la delicadeza de los tríos. En el feliz desplegarse del montuno. Los pies, el tacto suave. Las manos, el oído atento, el cuerpo todo. La música que invade y cambia esa habitación ahora distinta y pletórica de sonidos. Percibir un ritmo y otro. Jugar, incorporarse al juego con tu propio acento interno que se confunde con el latir del corazón. La acera allí parecía demasiado alta en aquella mañana de frío y niebla. El pueblo con sus casas de madera y portales y horcones lucía como un extraño paisaje envuelto en papel de China. No podría recordar nunca la cara de la madre, pero sí su abrigo, su mano cálida y su presencia diferente a todas las que habría de conocer en su vida. La certeza de que alguien está a tu lado y vive en tu recuerdo. Sentir como en un sueño esa presencia protectora, entrañable, esa compañía sin rostro que no puedes descifrar. Tratas de completarla con la cara familiar e inmóvil de los retratos, pero no es posible y así, incompleta, te acompañará toda la vida en la esquina de aquel pueblo donde estarás siempre con ella y donde no recuerdas a nadie más. Pueblo vacío y frío para ustedes dos solamente, y emergiendo de la niebla, la carretilla brillante del hojalatero se alza con sus resplandores. Las cafeteras, los jarritos de todos tamaños, las inefables cantinitas. La carretilla sola y la presencia de ella, solícita y extraña, sin palabras en aquel pueblo sin gentes, sin música ni ruidos. La niña recibió un jarro diminuto y el brillo de aquella lata fue más para ella que el oro fino, más que la plata o el cobre, más que todos los brillos de su vida y del mundo y que todas las estrellas, para siempre. Subir por una escala que te deja jadeante para bajar después. Sentir moverse el alma lentamente, a distancias tan cortas y sutiles que te cosquillean en la piel. Adelantarse a la clara sensación de solidez de los intervalos amplios y perfectos. Adaptarse a los menores y disminuidos. Distinguir las distancias casi imperceptibles de semitonos que ascienden o descienden sólo un poco y que te obligan a poner los cinco sentidos y te dejan resbalando suave en un mar incierto. Asombrarte ante las inesperadas disonancias que estremecen y obligan al acomodamiento súbito del oído. Todo se le iba descubriendo como en un rito, con la premeditación y paciencia del amor. La niña sintió poco a poco en el pecho, en los pies y en las manos que un misterio le estaba siendo revelado. Cerró los ojos y pudo así percibirlo con mayor claridad. El murmullo del padre cantando quedo, zumbaba en los oídos y ofrecía una agradable, una leve y eléctrica sensación.
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