viernes, 5 de septiembre de 2008

OTRO ORIKI A ROGELIO


Allá por los años 50´yo todavía vivía en la casa en que nací en San Miguel 809 entre Soledad y Aramburu en el inefable barrio de Cayo Hueso. Todos los días me asomaba a la ventana o me paraba en la puerta y veía pasar a un muchacho muy delgado y de aspecto formal. Caminaba con su cuerpo muy derecho en dirección a Aramburu y seguía por la cuadra que rodea El Parque Trillo. Él siempre despertó mi curiosidad, pero jamás se fijó en mí. Seguramente porque era unos años mayor que yo y no me tenía en cuenta. Un día, por un amigo que visitaba mi casa supe que era de Matanzas, que vivía casi al doblar, en San Rafael y Soledad y que todos los días se dirigía a la Universidad donde estudiaba la carrera de Derecho.

Llegó el triunfo de la Revolución y me encontré de pronto envuelta en aquella vorágine prodigiosa en que todo parecía ser posible y en realidad lo era. Continué mis estudios de bachillerato, pero ya no me interesaban los de piano. Participaba en las más inimaginables actividades de todo tipo. Al recordarlas parece increíble que tuviéramos tiempo para todas.

Foto: Mónica Alonso

Un día, la dirección de la Asociación de Jóvenes Rebeldes nos encargó a mí y a otras amigas, entre las que se encontraba Sarita Gómez que ayudáramos a organizar la AJR en la Escuela Anexa de San Alejandro, para fortalecer al grupo exiguo que militaba en aquel centro. Allí encontramos a algunos personajes inolvidables pero sobre todo a Manolito Mendive. Otro día nos confiaron nada menos que 8 páginas del Mella, el órgano de la Juventud de entonces. Era una sección fija con el título de CULTURALES donde escribíamos entre las dos con la mayor osadía de cuanto acontecimiento artístico se producía entonces. Y también se nos abrieron las páginas del suplemento Cultural Hoy Domingo.

Así fueron llegando y reencontrándonos con los amigos que nos habían de acompañar hasta hoy. A Nancy Morejón, Humberto Solás, Fernando Pérez y su hermana, la querida Trini, que ya conocíamos del Instituto de la Habana, se unieron los grupos que se reunían en la Biblioteca Nacional, en la circulante: Eugenio Hernández, Ana Justina y Mario Balmaseda que ya había sido compañero de algunas fiestas de quince años atrás, Gerardo Fulleda León, Maité Vera y otros alumnos del mítico Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional. Entonces se produjo un acontecimiento que habría de cambiar para siempre mi punto de vista sobre la cultura, y mi propia identidad como negra, como cubana: la convocatoria para el Seminario de Etnología y Folklore del Teatro Nacional de Cuba. Al llenar la solicitud casi no sabíamos qué escribir en el pretencioso acápite Curriculum Vitae.

Nosotras, Sarita y yo fuimos admitidas como alumnas “supernumerarias”, es decir que podíamos asistir pero no éramos becadas, no nos pagaban como a Miguel Barnet, a Alberto Pedro Díaz, a John Dumolin, a Jorge Berroa, al propio Rogelio y otros alumnos aventajados que nos miraban con incredulidad aunque no poca simpatía.

Así comenzamos a profundizar en un mundo que habíamos desconocido o quizá más bien desatendido hasta entonces por su proximidad. Para ello nos llevaron de la mano Argeliers León, María Teresa Linares, Isaac Barreal y el inolvidable maestro Manuel Moreno Fraginals.

A pesar de la autoridad de todos estos grandes pedagogos fue con el entonces joven Rogelio Martínez Furé, con su palabra precisa y apasionada siempre, que descubrí que todo aquello había estado a mi alrededor desde siempre. Que Nieves Fresneda, una señora humilde y cercana, cantante de La Comparsa de la Bollera era una excelsa artista y además hija de una reina, Yemayá. Que Jesús Pérez, al que hasta entonces consideraba un joven apuesto sí, pero una más de las personas comunes que vivían en el barrio, era en realidad un Rey o que Cornelio Estrada que era el director de Los Componedores de Batea, la comparsa de mi barrio y muchos de sus integrantes eran poseedores de una cultura otra que yo tendría que apresurarme a estudiar, a reconocer e integrar para ganancia mía a mi propia identidad. Una de las mayores sorpresas fue saber que los Eforienkomó Usagaré Muñanga, la potencia abakuá de Cayo Hueso, plantaban en un solar de mi propia cuadra y eran auténticos, no como los usagaré de los muñequitos de Tarzán que leía semanalmente.

A pesar de que mi padre, el único comunista de la familia, con su aspecto de profesor atildado o quizá por ello, sabía bailar y apreciar una rumba legitima. Y de que mis tíos y primas se reunían en mi casa y fueron parte del movimiento del feeling, fue Rogelio el que me abrió definitivamente no sólo al conocimiento sino a la asunción de la cultura popular.

Luego se sucedieron otros aportes fruto de la sensibilidad y la laboriosidad de este gran amigo. Su Antología de Poesía Yoruba para Ediciones El Puente, nos mostraba que la Santería era más que una religión y que venía de una cultura clásica. Y ese otro regalo espléndido para nuestra identificación con nuestras raíces que fueron los dos tomos de Poesía Anónima Africana donde la espiritualidad del continente alcanza las más altas resonancias y venía a consolidar la estimación, el respeto y la percepción necesaria de la esencia de esa África nuestra tan injuriada y negada. Más tarde a través de su verbo y de sus traducciones se nos hicieron familiares los nombres y las obras de muchos poetas que venían a consolidar esa convicción: Leopoldo Sedar Senghor, Aimée Cesaire, León Gontram Damas, Amadou Hampate Ba, los Diops, Agostinho Neto, Reabearivelo y muchos otros, cuyas voces negras nos llegaban de África, de Madagascar o del propio Caribe, para orgullo y certidumbre nuestra.

En varias ocasiones he caracterizado los años 60´ como el segundo momento más alto de reconocimiento del aporte de las culturas de origen africano y populares en nuestro país, después del movimiento Negrista o Afronegrista de los años 20 y 30. Es cierto que ha sido una labor colectiva en que se han destacado muchas más voces y alcanzado mayor resonancia popular y nacional que en aquella primera vanguardia. Tenemos que reconocer el gran aporte de Rogelio en esta importante etapa. A Rogelio le debemos mucho, su presencia, su canto, su capacidad de devolvernos toda esa belleza como él solamente sabe expresar. Y entre otras obras, la creación del Conjunto Folklórico Nacional, la laboriosidad con que ha compuesto los tomos de poesía africana de autor, su Diwan. Y no digo más.

Gracias, hermano, porque lo demás todo lo que hemos vivido a tu lado y gracias a ti, como se dice vulgarmente, es historia.

Inés María Martiatu (Lalita)
En La Habana a 27 de agosto de 2007 y 70 años de Rogelio

Foto: Mónica Alonso

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